Las cosas entre Julia y Roberto hacía rato que andaban mal. Llevaban cerca de treinta años de casados y ya no era fácil la convivencia. Los hijos ya habían tomado su propio camino, emigrando a otro país en busca de una vida mejor. Así que quedaban sólo ellos dos viviendo en la casa que ahora les resultaba enorme. Pero eso no lo veían como algo desagradable, sino todo lo contrario. Del dormitorio en común, pasaron a adueñarse de una habitación distinta cada uno, con la excusa de que si a Julia se le ocurría leer no molestaría a su marido con la luz encendida, y a su vez, Roberto no la despertaría con sus fuertes ronquidos. Así la convivencia matrimonial apenas consistía en el intercambio de algunas frases, como aquellas que se decían alternadamente, cuando uno de ellos iba al baño y, sin saber que estaba ocupado, el otro intentaba abrir la puerta:
-Ehhh! Ocupadooo!
-Aahh!! Vas a tardar mucho?
-No, ya salgo.
-Pero apúrate!
-Púdrete!
-Muérete!
Así todos los días. Un domingo a la tarde, dejaron de dirigirse la palabra. Julia hacía rato que ya no cocinaba para los dos. Ella se entretenía leyendo y escuchando la radio en la cocina. De vez en cuando salía a hacer algunas compras, pero nunca le decía a su marido a dónde iba. A él no le importaba. Roberto se sentaba en el sillón que estaba frente al televisor horas y horas, haciendo zapping con la mente en blanco, tomando cerveza y comiendo la comida grasosa que le traía el chico de la moto desde el bar de cuarta categoría que había en la otra cuadra. Cada día estaba más gordo. Una tarde, apenas se sentó, el sofá ya no soportó el peso y Roberto, con el control remoto en su mano derecha, se hundió en el asiento mugroso, quedando atrapado entre el respaldo y los apoya-brazos. Su mano izquierda había quedado aplastada debajo de su cuerpo, cuando instintivamente intentó levantarse del asiento pero su propia gordura se lo impidió. Por pasar tanto tiempo sentado, sus piernas y brazos se habían debilitado, y tanta era la grasa acumulada en su cuerpo, que los únicos músculos que le respondían eran los del pulgar de la mano derecha. Pensó en llamar a Julia, pero en realidad no estaba muy seguro de haberla visto pasar en algún momento del día, o si había visto a una mujer parecida a ella saliendo por una puerta, en un milisegundo de algún programa de televisión.
Sus intentos por escapar de la situación fueron inútiles. Comenzó a dolerle todo el cuerpo, pero luego el dolor se transformó en un cosquilleo, debido a la falta de circulación de la sangre. Por último ya no sintió nada más. Las horas pasaban lentas, pero él seguía mirando cómo se sucedían las imágenes en la pantalla, moviendo el pulgar constantemente sobre el control remoto hasta que se quedó dormido.
Pasados varios días, los vecinos llamaron a la policía por el fuerte hedor que salía de la casa. Al entrar, encontraron muerto a Roberto, con el cuerpo apretado por el sillón despatarrado, frente al televisor encendido. No fue fácil la tarea de sacar al finado por la puerta. Muchos curiosos se llegaron hasta la casa. La mujer de la casa de al lado comentó que habia visto a Julia salir al amanecer con una pequeña maleta. A otro vecino, le llamó la atención que justo en el lugar donde antes estaba el sillón, debajo de un montón de aserrín, se asomaba un serrucho. Pero no dijo nada y disimuladamente se llevó consigo la herramienta.
Nunca se supo el paradero de Julia.