Esa noche llovía. Se había acostado más tarde que de costumbre. Como a las tres, se levantó para ir al baño. Iba como siempre, descalza. Escuchó un ruido extraño que parecía provenir del patio de atrás. Tal vez fuera el gato del vecino o alguna rata. Era raro que la perra no ladrara. No había encendido las luces para no despertarse del todo, pues era casi seguro que pasaría toda la noche en vela pensando y pensando -siempre lo mismo- acerca de la rutinaria vida que llevaba. Trató de volver a la cama, tanteando en la oscuridad.
Fue entonces cuando lo vio, justo en medio del pasillo, frente a la estufa. Mejor dicho lo presintió, porque lo que se dice ver, no veía nada. Pero parecía un hombre alto, quieto, acechándola. Por un segundo pensó que era muy tonta por asustarse de esa manera. De pronto pisó con el dedo gordo del pie derecho algo que crujió y que era a la vez frío y pegajoso. Y ahí nomás pegó un grito y retrocediendo, dió media vuelta y se dio de lleno con el canto de la puerta, cayendo como una bolsa de papas, para terminar desparramada en el piso frío de baldosas rojas.
Cuando abrió los ojos, tirada en el suelo, muerta de frío y dolorida por los golpes, ya era de día. Frente a la estufa estaba el toallón que colgaba de la puerta del ropero, y que ella había colocado la noche anterior ahí para que terminara de secarse.
Y entonces la vió, casi al lado de su oreja izquierda: una enorme cucaracha negra aplastada.